domingo, 29 de diciembre de 2013

Nadezda Ivanova: 2 Cuentos.







Nadezda Ivanova



 


Arte anatómico
  
Creo que tenía once o doce años aquel verano. Estaba sola en nuestro apartamento de Moscú ese caluroso día del mes de julio. El aire se percibía pesado y polvoriento, y las cortinas estaban cerradas para atajar el sol de mediodía. No exactamente dónde se habían ido todos, o porqué me habían dejado sola; muy rara vez me quedaba sola en casa, y recuerdo que me paseé de habitación en habitación, a esperas de que llegasen los adultos de la casa.
Mientras deambulaba de lugar en lugar pasé frente a un gran espejo en el pasillo y mi propio reflejo me llamó la atención. Me acerqué al plateado vidrio para verme desde más cerca. Cosa rara, puesto que nunca he sido ese tipo de niña que se pasa horas frente al espejo. ¿Quién sabe? quizá no tenía esa costumbre porque era el único espejo grande en mi casa y siempre había gente caminando de un lado al otro; la palabra ‘privacidad’ no figuraba en el diccionario familiar.
Pero ese día estaba sola y podía darme el lujo de mirarme en el espejo. Lo que descubrí en primera instancia me sorprendió: mi cuerpo se veía diferente; me resultaba familiar, pero a la vez había algo nuevo en él. Mi curiosidad me llevó a deshacer el cinturón que ceñía el vestido alrededor de mi cuerpo, desabroché el frente, con ambas manos descorrí el escote y dejé que la ropa descendiera lentamente y revelara mi cuerpo desnudo. Ese cuerpito desnudo era lo que se reflejaba en el espejo ahora, y lo observé con renovado interés.
Mi pecho ya no era plano, lo observé brevemente y de repente tomé entre los dedos el lápiz labial de mi madre que estaba al alcance de mis manos. Comencé a pintarme los pechos salientes y muy pronto mi piel se hallaba cubierta de figuras en forma de flor, y los pezones se convirtieron en corazones, también en forma de flor. Me resultaba tan divertido todo eso que ni me di cuenta del correr de los minutos; no por cuánto tiempo pasé frente al espejo jugando con mis pechos.
Pero el juego se vio interrumpido por el sonido del ascensor que subía; el temor de ser descubierta por mis padres hizo que corriera hacia el baño para quitarme la pintura de labios de mis pechos. Para mi sorpresa, me tomó bastante tiempo deshacerme del color rojo. Me restregué los senos repetidas veces con jabón y con una esponja; mi piel hasta llegó a irritarse. Me sequé con una toalla, rápidamente dejé que el vestido volviera a cubrir mi cuerpito desnudo, corrí hacia la sala de estar, me senté en el sillón, y traté de asumir mi apariencia normal, como si mi mente estuviese vacía.
Al rato llegaron mis padres, el apartamento retomó su ritmo normal, y con orgullo me di cuenta de que nadie había notado el cambio que en había tenido lugar ese mediodía. Había dejado de ser una niña. Tenía mi primer secreto de adulto.




Pintura fresca

De niña casi nunca me gustaba la ropa que tenía: era incómoda, de colores apagados, y me hacía sentir horrenda. Hay que tener en cuenta que en aquella época en la Unión Soviética la ropa para niños era difícil de conseguir (bueno, en realidad lo mismo ocurría con la ropa para adultos) y los padres se consolaban con la idea de que la ropa prolija y abrigada era más importante que la de estilo o la que proporcionaba cierta comodidad.
No era fuera de lo común que en una familia los niños más jóvenes heredaran la ropa de
los mayorcitos cuando éstos crecían, y de esa manera más de un niño se veía beneficiado. Cada prenda se cuidaba sobremanera, a fin de que durase por mucho tiempo, y al cumplir mis seis añitos me convertí en la heredera de un abrigo a cuadros verdes y marrones, con capucha y cinturón de cuero. A pesar de que el abrigo no era muy cómodo, puesto que las sisas eran demasiado ajustadas, me gustaba cómo lucía en mí.
Una tarde de sábado, en un día de noviembre, algunos parientes vinieron a visitarnos y como la temperatura era agradable mi madre sugirió que todos diésemos un paseo de a pié. Con entusiasmo me puse mi abrigo a cuadros, alguien me ayudó a ajustarme el cinturón, y nos fuimos de caminata. Al salir de nuestro apartamento noté que uno de los bancos de afuera había sido recién pintado, y advertí a todos de que el banco tenía pintura fresca y que debían evitar sentarse en él. El paseo habrá durado más o menos una hora, y durante ese tiempo pude disfrutar de algunas de mis actividades favoritas al aire libre, como las hamacas y el hacer equilibrio sobre las vigas, pero esa diversión fue breve porque a los adultos de golpe les entró hambre y decidieron regresar al apartamento.
A medida que nos acercábamos a casa cada vez más me sobrecogía el cansancio y más y más me venían los deseos de tirarme en algún lugar y descansar; así fue que ni bien vi el banco recién pintado corrí hacia él y mi senté sin siquiera pensarlo dos veces. Pero una vez sentada me invadió ese típico sentimiento de que algo no estaba del todo bien de pronto me hallé pegada como con cola sobre el bendito banco. Mi madre, al ver la expresión en mi rostro, corrió en mi ayuda y me despegó del banco mientras yo comenzaba a sollozar para finalmente descollar en pleno llanto en el ascensor.
¿Qué puede ser más irónico que no seguir mis propios consejos? ¿Por qué ninguno de los adultos presentes me advirtió en cuanto a la pintura fresca de la misma manera que yo les advirtiera a ellos una hora antes? ¿Qué habría de ser de mi abrigo favorito? ¿Podría pasárselo a otro niño de la familia una vez que me quedara chico a mí? me sentí totalmente desolada al no poder responder a ninguno de mis interrogantes.
Afortunadamente mi abuela pudo quitarle todas las manchas de pintura a mi abrigo, y éste quedó sin rastro alguno que atestiguara en cuanto a mi infortunio, pero no por ello dejé de sentirme molesta con todo el mundo durante el resto de ese día. Estaba absolutamente convencida de que los adultos no me advirtieron respecto a la pintura fresca a propósito, para luego reírse de mí. ¿Quién sabe? quizá este incidente me sirvió para darme cuenta de que jamás habré de pensar que los demás me protegerán de nada. En cuanto al abrigo, al llegar la siguiente primavera ya no me cabía, y otro niño de la familia lo heredó quizá ese niño también podrá contar algún día su propio cuento sobre su abrigo.

( traducciones del inglés Jorge R. Sagastume)



Nadezda Ivanova nació en Moscú, donde se crió y estudió música, literatura, e ingeniería química. Pasó luego a los EE.UU. para realizar sus estudios de posgrado, donde vive desde el 2004. Es además poeta y cuentista y escribe tanto en ruso como en inglés.

Jorge R. Sagastume nació en Buenos Aires en 1963. Se doctoró en filosofía y letras en la Vanderbilt
Jorge R. Sagastume
University, y además de dictar clases universitarias de literatura hispanoamericana en los EE.UU. se dedica a la escritura y la traducción.  

jueves, 19 de diciembre de 2013

Fernando Butazzoni: Premio Nacional de Literatura, Horacio Verzi, Uruguay.




Mi compadre se despachó en 2011 con una novela monumental, titulada "El infinito es solo una forma de hablar". El libro pasó casi inadvertido en el fárrago de novedades y frivolidades del momento. Ahora, dos años después, el Ministerio de Educación y Cultura le ha otorgado el Premio Nacional de Literatura a ese libro y a ese autor. Mi alegría es doble, o triple: porque la novela es excelente, porque el autor es amigo mío, y porque desde que leí el original me quedé maravillado con aquella escritura. Así es que, con orgullo y un pelín de soberbia, reproduzco lo que escribí en aquel momento (15 de octubre de 2011), cuando El infinito... era casi un libro secreto. 










El infinito


El mundo humano es palabrero. La palabra estuvo en el comienzo de todo. La novela de Horacio Verzi representa un empeño casi disparatado por establecer de una vez por todas las coordenadas de ese proceso de invención del mundo por parte de los hombres. A partir de un personaje extraño y a todas luces exótico en el universo fluminense de los años 40 del siglo XX, el autor elabora con una precisión por momentos desesperada la historia de Occidente, que es también la historia del monoteísmo, la historia de la civilización, en fin, la Historia.
La novela posee el aliento de las grandes catedrales, y es eso: una construcción de dimensiones excepcionales, sólidamente asentada en los siguientes pilares: a) la erudición monumental, b) la estética intransigente, c) la lógica narrativa sin fisuras, d) el espíritu crítico afiladísimo, e) la dramática intelectual. Estos pilares  van levantando la catedral palabrera de Verzi lo largo de la obra, y son ellos los que sostienen la “nave central” (las sesiones o trances del maluquinho Eróthides), las naves laterales (el drama de la guerra lejana y a la vez íntima, la declinación de Stephan Zweit hasta su suicidio, la compleja relación del narrador y Monique, las charlas cargadas de tensión entre los anfitriones y sus invitados) , así como las casi infinitas reparticiones, cavas, nichos, hornacinas, templetes, altares, cúpulas y púlpitos que componen  tan laberíntico edificio narrativo.

Las sesiones en las que Eróthides se retrotrae a un pasado (¿imposible?) le permiten al escritor transcribir, muchos años después y mediante supuestas versiones taquigráficas, el discurso unificador de los padres de la iglesia, pero también las múltiples influencias filosóficas y mágicas del mundo antiguo, y la verdadera penuria de los soldados de Ciro en Persia, y la forma de combatir de los hoplitas, y las condiciones del amor en la Grecia clásica, y el concepto de “desierto” en la tradición teológica greco-judía (que, como se verá, no es ni griega ni judía), y muchos otros episodios de un pasado demasiado remoto como para ser conocidos a cabalidad por el hablante.

Uno tiene la inquietante sensación, mientras lee las transcripciones de Eróthides, que en realidad el poseso es Verzi, porque parece evidente que el personaje de la novela es solo eso: un personaje, un invento, una fabulación del autor. De todas maneras, lo que dice Eróthides es profundamente verdadero, por lo que las posibilidades terminan por conducirnos a un callejón sin salida, lleno de preguntas. En efecto: si Eróthides existió de verdad, y si Verzi no hace más que transcribir lo que el maluquinho dijo en sus trances, entonces debemos asumir que toda la historia del psiquismo debe ser revisada. Pero si el “loco” Eróthides es una creación del autor de la novela, entonces debemos preguntarnos qué fuerzas sobrenaturales han permitido que en una sola persona
el autor de la novela se concentre tal volumen de conocimiento, no en el sentido académico y superficial del término, sino en su sentido más profundo y menos convencional: el conocimiento como sabiduría. Este primer pilar, el de la erudición, convierte a Verzi en una especie de manantial inagotable, en el que brotan incesantes las citas, las reflexiones y hasta los sentimientos de un mundo lleno de arcanos, perdido para siempre.

El segundo pilar, el de la estética intransigente, tiene que ver con una especie de porfía que el autor parece entablar con todas las corrientes narrativas en boga: las engulle, las digiere y las convierte en algo diferente. Verzi nos dice, con su novela, que no todo está perdido, que aún es posible rescatar la gran tradición narrativa de Occidente, que a la fórmula impuesta por el mercado actual (historia lineal, lenguaje simple, algún romance, 300 páginas) se le puede oponer otro que no pasa por la “innovación rupturista” (Unamuno dixit) sino por la reapropiación de la grandeza ya casi perdida de la mejor novelística de los siglos XIX y XX. Carpentier está dentro de “El infinito…”, y también Yourcenar, y antes Tolstoi y después John Irving, y Chavarría y muchos otros. No tiene empacho el autor en cotejar, citar, desarrollar ideas de pensadores, historiadores, teólogos y cabalistas. En fin, al hablar de “estética intransigente” hablamos de una apelación al lector hembra de Cortázar, al lector como parte sustancial de la creación literaria (no de su posterior mercadeo).  Verzi sabe (debe saber) que su novela es compleja, extensa, poco amable. Su apuesta tiene un significado que trasciende incluso a la propia novela. Su apuesta es
lo será de todas formas una lección para miles de escritores en todo el mundo.

El tercer pilar tiene que ver con lo que se conoce en teoría literaria como la “lógica narrativa” (Barthes, Propp, et al) y hace a la estructura de la novela. Más allá de las dificultades que el autor coloca a cada paso en el camino del lector, rápidamente se percibe detrás de esas dificultades u obstáculos una secuencia que armoniza el todo y sus partes. Las sesiones, las veladas en casa de los anfitriones, la relación establecida entre los distintos personajes, la puntuación, los adjetivos, el tempo de cada episodio, todo está dispuesto de tal forma que no hay rupturas. La novela es entonces un sólido bloque que funciona según sus propias y peculiarísimas reglas, y que no se aparta en ningún momento de ellas. Esta lógica es la que le permite a Verzi la proeza, pues solamente con una estructura muy sólida y trabada puede emprenderse semejante narración. El resultado es una especie de hipnosis que gana al lector a medida que comprende (y adivina) lo que sucede, lo que va a suceder. Y al lector lo gana la curiosidad, la vaga sensación de que ahí se cuentan cosas que nadie más sabe, que nunca antes fueron contadas de esa manera.

El espíritu crítico es el cuarto pilar sobre el que se alza “El infinito…”. Se trata de una visión del mundo y de la historia en la que todo está para ser revisado. Este espíritu se organiza en secuencias: Cristo hijo de Dios, Cristo hombre, Dios el Uno, el dios de los dioses, el proceso de la doctrina y la doctrina misma. O este otro: la guerra, las guerras, el sentido del honor, el horror y la belleza, la fascinación por las armas, la construcción de un guerrero. O: Hitler, los judíos, la lejanía de los progromos, la imposible lejanía de los progromos, el dolor de Israel, la maldición de Israel, la muerte como redención. El espíritu crítico pone bajo la lupa muchas de nuestras más asentadas convicciones sobre los procesos culturales que han dado como resultado la llamada “civilización occidental”, y en muchas ocasiones nos deja perplejos. Para el autor, todo debe ser revisado.
Por último, el pilar más curioso (y poco transitado en la narrativa contemporánea) es el de la llamada “dramática intelectual”. Quiero decir con ello que a lo largo de la novela asistimos a verdaderos procesos, a torneos del pensamiento que van a terminar por delinearnos como sociedades: el comercio, la vida en las ciudades, la magia y la espiritualidad, la lucha por establecer un canon cristiano inapelable, las formas del amor y de la guerra. Todos estos asuntos (y muchos otros) asumen en “El infinito…” la forma de una progresión dramática que siempre implica una revelación, y que es llevada adelante por los personajes que aparecen en la historia (que en muchos casos son personajes de la Historia). Y de esa revelación no surge una certeza sino una nueva forma de preguntarse cómo y por qué somos lo que somos.

En resumen, en mi opinión “El infinito…” de Horacio Verzi es una de las más extraordinarias novelas escritas en los últimos años. Lo es por su ambición, lo es por su lenguaje y lo es por su forma de plantarse ante el más grande de los dilemas del hombre contemporáneo: la palabra versus la imagen. Esto es: sostener la tensión espiritual de cada ser humano o, por el contrario, diluirse en los mares hipotensos del consumo y en la faramalla de imágenes que nos deja mudos como individuos.


Horacio Verzi (Montevideo, Uruguay, 1947). Narrador, ensayista,  periodista y docente .  En 1983 obtuvo el Primer Premio de Narrativa del Certamen Anual Latinoamericano EDUCA  en Costa Rica por la novela “El mismo invisible pecho del cielo”.  Ha publicado las novelas “La otra orilla” (Montevideo, 1987), “Los caballos lunares” (Montevideo, 1991)  y “Toda la muerte” (Montevideo,1999;  mención en la categoría de novela inédita en el concurso anual 1998 del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay). Su relato “Reliquia familiar” obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (Cuba, 2004). En ensayo dio a conocer parcialmente el aún inédito: ENTRE LA EXPECTACIÓN Y EL DESENCANTO.  Construcción y autorreconocimiento de la identidad personal en la poesía y la narrativa de Jorge Luis Borges (2010).  
Horacio Verzi ejerció la  docencia en  La Habana, Cuba (1977-1982)  y trabajó como   investigador en el Centro de investigaciones literarias de Casa de las Américas (1981-1985).  Asimismo se desempeñó como redactor, corresponsal y editor de noticias en distintos medios periodísticos en países de América Central y el Caribe.
A su regreso al Uruguay, fundó y dirigió la revista Graffiti y la editorial  homónima (1989-1999). En la actualidad dicta clases en el Centro Regional de Profesores (CERP) de Punta del Este, Uruguay. 



Fernando Butazzoni (Montevideo, 1953). Narrador, ensayista, poeta, guionista y
periodista.  Entre 1972 y 1985, vivió en Chile, Cuba, Nicaragua y Suecia. Luego del proceso electoral puede retornar al Uruguay, donde desarrollaría una intensa actividad periodística y literaria. Fue encargado de páginas culturales del semanario Brecha, director de la Revista de la Universidad de la República, secretario de redacción del matutino La República, corresponsal del diario Clarín de Buenos Aires y director y conductor de programas de radio y TV.
En narrativa ha publicado: Los días de nuestra sangre (cuentos, Cuba, 1979); La noche abierta (novela, Costa Rica, 1982); El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 1986); La danza de los perdidos (novela, Montevideo, 1988); La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (novela, Montevideo, 1996); Príncipe de la muerte (novela, Montevideo 1997); Mendoza miente (nouvelle, Montevideo, 1998); Libro de brujas novela, (novela, Montevideo, 2002); El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 2006); El profeta imperfecto (novela, Montevideo,2007); Un lugar lejano (novela, Montevideo, 2009).
Asimismo ha dado a conocer en crónica  y ensayo Nicaragua: noticias de la guerra (Montevideo, 1986); el volumen de reportajes Seregni-Rosencof Mano a mano (Montevideo, 2002); Los ensayos del Orobon (Montevideo, 1998) y Alabanza de los reinos imaginarios, un recorrido por el castillo del conde de Lautréamont (Montevideo 2004).
Su obra ha recibido diversas distinciones, entre ellas,  los premios Casa de las Américas (Cuba, 1979), EDUCA de narrativa (Costa Rica, 1981),  Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2008) y fue finalista del Planeta-Casa de América (2007) y del Rómulo Gallegos(2009).






jueves, 12 de diciembre de 2013

César Fernández Moreno: Aclaraciones sobre un río.



César Fernández Moreno





















cada ciudad tiene su río
si no quién la hubiera alimentado cuando era pequeña
pero en la orilla opuesta del Sena está París
Londres en la del Támesis

pues bien gentes de París y Londres
gentes de Buda gentes de Pest
sabed que en la orilla  opuesta del río de la Plata no
                      sigue Buenos Aires
sale Montevideo
pequeña ciudad de un pequeño país igual pero distinto

y a veces yo me enojo con Buenos Aires
me digo es una máquina herramienta
sus habitantes somos caballos de fuerza
aquí sólo se puede ganar dinero para ir a gastarlo en otras
                   arboladas ciudades

subo entonces de un salto al vapor que noche a noche
                   cruza al río
llego a Montevideo
me dejo mecer por sus planos inclinados
almuerzo en la orilla con mis primas hermanas
mi oído va catalogando las pequeñas variedades de acento

el mar está más cerca hirviendo de mundo
de tan intenso el día se va poniendo al rojo
después al gran azul profundo
y termino guardado por amigos que sin saber tenían un
                    cuarto de huéspedes

al día siguiente vuelvo a Buenos Aires
y otra vez la beso en los labios
                     de su herida


César Fernández Moreno (Buenos Aires, 1919-París, Francia, 1985).

jueves, 5 de diciembre de 2013

La editorial Punto de Encuentro presenta su colección de novela policial “negra”.






El jueves 19 de diciembre, a las 19 horas, la editorial Punto de Encuentro lanzará su colección Código Negro, dedicada a la novela policial, en el café El Gato Negro, en Corrientes 1669, primer piso.

La presentación de la nueva serie estará a cargo de Rubén Tizziani, Raúl Argemí, Miguel Molfino, Juan Sasturain y Kike Ferrari.

Código Negro, dirigida por Rolo Diez (México) y Roberto Bardini (Argentina), publicará obras de autores de América Latina y España. Además, editará cuentos, ensayos, artículos y entrevistas que tengan vinculación con el género.

Las novelas

Los cuatro primeros títulos de la colección son El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez, de Raúl Argemí, Que en vez de infierno encuentres gloria, de Lorenzo Lunar, Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani, y Chau, papá, de Juan Damonte.

El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez: En una pequeña ciudad del interior, el secuestro de la esposa de un magnate local desata una vorágine de ambiciones, traiciones y crímenes en la que se mezclan una mujer fatal, un anciano millonario, un ex policía con un pasado turbio y tres lamentables delincuentes.

Que en vez de infierno encuentres gloria: Leo Martín es un joven policía cubano que acaba de ser ascendido a Jefe de Sector en un barrio marginal de Santa Clara, donde nació y creció junto con borrachines, prostitutas, traficantes y humildes trabajadores. Es un bajo mundo donde circulan ron de fabricación casera, carne del mercado negro y estupefacientes. Y allí deberá descubrir al asesino de un viejo amigo.

Noches sin lunas ni soles: Cairo deambula por Buenos Aires con un revólver en la cintura a la espera de una oportunidad para huir del país, mientras sus ex cómplices y la policía lo buscan. A todos los une el mismo motivo: un botín de 60 millones de pesos ocultos en algún lugar. Mientras tanto, un antiguo compañero de andanzas del prófugo –que es su mejor amigo– agoniza en Paraguay, donde lo aguarda. No es buen momento para enamorarse de la ex prostituta que lo acompaña en la fuga, una atractiva rubia dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo.

Chau, papá: Carlos Tomassini acaba de cumplir treinta años en plena dictadura cívico-militar. Y vive las 48 horas más vertiginosas de su vida, complicado por el alcohol, las drogas y la paranoia, además de una “familia” mafiosa que desea redimirlo, policías que lo persiguen, un ex mercenario francés que quiere asesinarlo y la búsqueda de un primo “subversivo” secuestrado por la Triple A.
 
Los autores

Raúl Argemí (La Plata, 1946), luego de vivir en la Patagonia, donde trabajó como periodista, en 2000 se radicó en España. A partir de entonces se dedicó casi exclusivamente a escribir, obtuvo varios premios –entre ellos el Dashiell Hammett que otorga la Semana Negra de Gijón– y se convirtió en un autor de éxito. Sus libros han sido traducidos al francés, italiano, holandés y alemán. En diciembre de este año regresó a la Argentina

El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez, publicada en 1996, fue su primera novela. Le siguieron Los muertos siempre pierden los zapatos (2001), Penúltimo nombre de guerra (2004), Patagonia Chu Chu (2005), Siempre la misma música (2006), Retrato de familia con muerta (2008) y La última caravana (2008).

Lorenzo Lunar, nacido en 1958 en Santa Clara (Cuba), obtuvo el Premio La Pluma de Cristal otorgado al escritor más leído en Cuba durante 2012 y parte de su obra ha sido traducida al alemán, francés e italiano.

Lunar ubica en el barrio en que nació las peripecias de Leo Martín, personaje de la trilogía Que en vez de infierno encuentres gloria (2003), La vida es un tango (2005) y Usted es la culpable (2006). Con el primer título ganó el Premio Brigada 21, de Barcelona, a la mejor novela negra publicada en castellano en España y el Premio Novelpol, de Asturias. Con el segundo recibió en 2007 el premio internacional de relatos de la Asociación Internacional de Escritores Policíacos de Bulgaria.

Rubén Tizziani (Vera, Santa Fe), periodista, escritor y guionista, es un precursor de la novela “negra” en Argentina junto con Ricardo Piglia, Juan Carlos Martelli, Juan Carlos Martini, Sergio Sinay y Osvaldo Soriano.

Ha publicado Las galerías (1969), Los borrachos en el cementerio (1974), El desquite (1978), adaptada al cine en 1983, Todo es triste al volver (1983), Mar de olvido (1992) y Un tiburón de ojos tristes (2000). Noches sin lunas ni soles, publicada por primera vez en 1975, también se convirtió en película diez años después.

Juan Damonte (Buenos Aires, 1945-México, 2005) de joven fue fotógrafo en varias publicaciones argentinas y, en los últimos años de su vida, trabajó en México como traductor (hablaba y leía en cinco idiomas).

Chau, papá, el único libro que publicó, lo consagró como escritor del género “negro”. Fue traducido al italiano y el francés, y en 1996 obtuvo el premio Dashiell Hammet a la mejor novela negra en castellano que se otorga cada año en la Semana Negra de Gijón.