jueves, 19 de agosto de 2010

Aldyr García Schlee: Berta (un cuento gardeliano)













La francesita –que el lector, si quiere, puede reconocer en este cuento– llegó a San Fructuoso llamándose Marie Berthe Gardès, cuando por aquí recién se instalara la Mina San Pablo, de la Compagnie Française d’Or de l’Uruguay.

Hace mucho tiempo: el siglo diecinueve andaba por la mitad de su segunda mitad; y se había propagado por la región una insensata y espantosa correría en busca de oro, atrayendo a miles de gentes de toda laya y pelo para las decenas de minas enclavadas sobre unas doscientas leguas cuadradas, desde el rincón ubicado entre los arroyos Cuñapirú y Corrales hasta el Caraguatá, pasando por los Cerros Blancos, las sierras del Areicuá, el Laureles y el Zapucay.

Se supo que Berta, entonces, tenía como dieciocho años (había nacido el 14 de junio de 1865, en Toulouse) –y tendría ya pasado por Venezuela, con la madre, antes de llegar solita a Montevideo diciéndose planchadora de ropa.

Un hombre que tuvo la ventura de conocerla en San Fructuoso garantiría, mucho más tarde, que ella andaba detrás de los franceses de la mina de oro, en busca de oportunidades; y aún se recordaría de ella como bastante agraciada. Habría de decir y escribir apenas que ella era muy agraciada; tal vez porque, de público y ante su prometedora sonrisa, su sorprendente aspecto, su inesperado modo de moverse y de hablar, no tuviera él coraje suficiente para considerarla muy bonita, bastante bonita, limitándose así a juzgarla apenas favorecida por una gracia juvenil, por una simpatía poco común; eso, tal vez y también, porque a las mujeres de San Fructuoso Berta pareciera llena de atrevimiento y descaramiento, no le reconociendo ellas ni simpatía ni gracia. Pero, si sólo eso no alcanza ahora lo suficiente para que podamos  imaginarla bonita, muy bonita, bastante bonita, dígase que era un tipo mignon, de sonrisa entera, labios delgados, ojos oblicuos –el pelo negro suelto sobre los hombros, a encubrirle mitad de la haz (tenía el rostro harmoniosamente rosado, los dientes extraordinariamente blancos y parejos, la pupila de la iris demarcada por un raro y inquietante azul violáceo). Dígase más: era ágil, móvil, inquieta, pareciendo descarada y indecente sin que se supiera o se pudiera explicar por qué. 

Berta, como planchadora, era competente y incansable; como sirvienta, pulida y cortés, incapaz de una mínima grosería o incivilidad. Sin embargo, no llevaba aire ni modales de una planchadora o de una sirvienta cualquiera: tenía un desasosiego, una inquietación como si estuviera siempre alborotada.

Es verdad que Berta no podría ser acusada o censurada por comportamiento impertinente o inoportuno; pero revelaba ella una altivez, una cierta arrogancia, que hacían de sus acciones algo medio despropositado, medio disparatado –algo incómodo, algo molesto, que casi siempre llegaba a ser entendido como inconveniente y inadecuado. Sus movimientos eran inusitados y novedosos; sus gestos eran excitantes y perturbadores; su voz era misteriosa y enigmática; su mirada, coruscante y incendiosa.

Berta no bajaba las vistas, no escondía los dientes, no se paraba quieta; y... seguido... ¡cantarolaba! – cantarolaba en francés ¡a susurros! Aquello no podían aceptar las pocas señoras que la conocieron y, a contra-gusto, trataron con ella en San Fructuoso. Podía agradar a los hombres, como a ellos les agradaban todos sus movimientos, todos sus gestos, y su voz y su mirada; pero, a las amas de casa, a las madres de familia de la villa, aquello repugnaba, fuera por el abuso y el exceso, fuera por el inmoderado y el incontinente, o por la intemperancia y el descomedimiento. Cosas de francesa, decían.

De esta manera, mal había llegado a la villa, al comienzo del año, ella acabó echada a la calle sin motivo aparente. Monsieur Paul Gaye, que también era francés y le había garantido –va a saberse cómo– empleo y cama en la fonda de su propiedad, la llamó un día, le pagó los lavados, los planchados, los almidonados; y la mandó marcharse por nada, bajo la atenta mirada de la esposa, madame María. Eran semanas de un febrero muy ardiente, de muchísimo calor: alguien había espiado Berta mientras dormía en un rincón de la despensa; y habrá llegado a verla durmiendo desnuda, durmiendo desnuda y rebrillando de sudor, a la luz de una lamparilla, debajo de la mosquitera de su catre.

Ella no era sólo indecorosa y indecente, sino obscena y inmoral. ¿Qué habrían de decir los hospedes, si supieran de todo aquello? – preguntaba madame María, que se encargaba de hacer las camas y de preparar la comida de los huéspedes con la ayuda de la hija, mademoiselle Marie Louise ¿Y qué diría el novio de Marie Louise, que era un francés fino y distinguido, si supiera que su compatriota dormía metida allá en la despensa, enteramente desnuda, cubierta apenas de poca vergüenza, como una libertina cualquiera? – él, que era un hombre de trato, de respeto y de exigencias superiores, que cumplía atenderse con mucho cuidado y consideraciones especiales; un hombre de pretender siempre la ropa lavada y engomada como si fuera nueva; un hombre de comer cada comida por vez, de la entrada al plato de resistencia, sin misturar nada, con los cubiertos propios, que sabia emplear en conformidad, hasta darse por satisfecho y pedir, por fin, un petit dessert.

Justo este hombre, este francés llamado Victor d’Olivier – que unos años antes había estado aquí y había encontrado Marie Louise y las minas de Corrales y Cuñapirú– habrá sido el protector de la pequeña y desempleada Berta en San Fructuoso. No hay registro de que hubiera tratado directamente con ella en el comedor o en el cuarto que habitaba o en la pieza de lavado y planchado de la pensión Gaye. Tal vez la haya visto, furtivamente, durmiendo desnuda en la despensa, como nosotros la veíamos ahora mismo, líneas arriba. Y eso explicaría lo restante.

Victor d’Olivier tenía sólo 33 años de edad, era ingeniero formado por la Politécnica de Paris, y desde 1879 comandaba la poderosa Compagnie Française d’Or de l’Uruguay, que a menos de una legua de Cuñapirú estaba instalada con la Mina Santa Ernestina – antes llamada San Pablo, adquirida al gobierno uruguayo por diez millones de francos. Desde cuando había estado por aquí la primera vez, en busca de oro, ya vivía él en las minas de Corrales y venía semanalmente a la villa, alojándose en la Pensión Gaye, donde se cayó de amores por Marie Louise; así mismo, seguido iba a almorzar o cenar en la casa del jefe político y comisario de policía local, de quien se hiciera amigo y protegido, a punto de darse el lujo de llamarlo le charmant Charles y de aprovecharse de la fama, del poder y de la fuerza política del hombre para garantirse el desplante de mandar y desmandar en las minas, en los mineros, en las familias de los mineros y donde pudiese encontrar alguien involucrado con la cata al oro o con algo que le atingiera el bolsillo o le perjudicara el humor.

Victor habría llevado Berta para la zona de minería, quizás para Cuñapirú, quizás para Corrales – donde vivían y habían construido confortables viviendas los más altos funcionarios de la Compagnie Française d’Or de l’Uruguay. Si ella pasó a ser empleada de la compañía, no hay prueba; si pasó a vivir con el ingeniero, que mandaba allí “más despóticamente que el Rey de Túnez”, también no hay prueba; pero es muy probable que haya llegado y quedado como sirvienta en la pequeña pero bonita casa de Victor, en Corrales – libre para dormir desnuda donde quisiera; libre para cantarolar en francés, a susurros; libre para mostrarse permanentemente alborotada, en un desasosiego y en una inquietación de inusitados y novedosos movimientos, de excitantes y perturbadores gestos, asociados aún a aquella su misteriosa y enigmática voz, a aquella su coruscante e incendiosa mirada de tintes violeta.

En toda nuestra comarca, entonces, se vivía la llamada fiebre del oro, jactándose los parroquianos de que estuviéramos aquí en una especie de California sudamericana. Llegaban y transitaban por aquí legiones de hombres solos: eran aventureros o mineros contratados u operarios en busca de trabajo; eran comerciantes o changueros – o carreteros que transportaban toneladas de materiales para la usina de mineraje, desde Durazno a Cuñapirú.

Nuestra villa de San Fructuoso se convertía finalmente en el centro de todo el movimiento deflagrado por la minería. Por aquí pasaban cantidades incontables de géneros variados y de maquinarias indescriptibles; pasaban centenares de inmigrantes europeos, de gentes de Río Grande, de Corrientes, de Santa Fe, de Entre Ríos, y porteños, tocados todos rumbo al oro; además de todas las mujeres que venían a buscar hombre - tanto en los alrededores de la villa como en los campamentos de las bocas de las minas.

Victor d’Olivier había dado a su charmant ami la idea de que a toda esa gente se hacía necesario responder con el ofrecimiento de un lugar apropiado para el divertimiento y la distracción (eso, cuando recién conociera Charles y recién identificara nuestras más ricas venas de minería). Después de regresar a Europa y volver dos años más tarde –ya como administrador de la Compañía Francesa– tuviera la alegría de comparecer, el día 14 de julio de 1879, a la inauguración del cabaré “La Rosada” que el comisario construyera y costeara con lujo y requinte, a pouco más de tres cuadras de su propia casa, en la esquina de las calles que se llamarían un día calle General Rivera y calle General Lavajella. Los hombres eran los más importantes y representativos de la política y de la economía de la frontera, vistiendo casaca y portando sombrero de copa; las mujeres eran las que fuera posible seleccionar e importar entre las más bonitas y respetuosas, cubriéndose de colores y de fulgores. La fiesta comenzó a las 23 horas con la ejecución de la Marseillese pela orquestra misma del cabaré. Y nada más se hace necesario decir.

Berta habría estado de sirvienta en la casa de Victor, en Corrales, hasta que él entendiera oportuno y hiciera cuestión de presentarla a su charmant ami Charles. Sería un día en que ella estuviera excesivamente inquieta, trotando de un sitio a otro como una petiza en celo; sería un día en que él ya no aguantase, ya no pudiese más, ya no consiguiese más cubrirla, ya no consiguiese más satisfacerla, fuera apoyándola sobre un escalón, fuera cayéndose con ella contra una ventana, así como atravesado en una silla o metido en la cama entre las sábanas o en el diván sin nada o en la alfombra suave o en el piso duro del cuartito de lavado y planchado (como en la Pensión Gaye).

Carlos habrá tenido sí su charme, como pregonaba Victor y atestaría Berta si le preguntasen: tenía los bigotes levemente encanecidos y cuidadosamente retorcidos en las puntas, el inseparable bombín llevado bajo el brazo que manejaba el bastón de ébano engastado de oro. Hablaba con tranquilidad, mirando la gente en los ojos, a revolver vagarosa y permanentemente las manos –una apretándose por encima y luego por dentro de la otra– en un ademán enigmático de múltiplas sugestiones e interpretaciones. Tenía buen talle, se vestía con apuro, se cubría de perfume, se afeitaba con esmero. Miraba las personas desde arriba, desde el alto de su indesmentida autoridad de mandamás de toda región, pareciendo que a cada uno le observaba cismando, como si quisiera medirlo o avaluarlo; pero era de entenderse también que tal vez sólo por afectación apretase en tales ocasiones el ojo izquierdo – o por no tenerlo bien centrado o porque así, estaría cavilosamente a sugerir y a proponer toda la zafaduría de que era capaz (como ocurría con Berta Gardès).

Victor d’Olivier había invitado Carlos a visitarlo en Corrales; había dicho que tenía algo a le regalar. Carlos había aceptado el convite y había ido a la casa de Victor en Corrales – donde había encontrado Berta sentada desnuda en la saleta de visitas.

Carlos había intentado esconder el espanto de aquél momento asombroso como si no hubiera ni sintiera cualquier sobresalto; como si los modos y luego el habla de Berta fueran exactamente los esperados; como si el proceder de aquella mujer desnuda no le perturbara; como si aquella hasta entonces desconocida sonrisa ya no fuera sólo de promesa sino de pura aceptación.

El comisario Carlos, el charmant Charles, integrante de la Junta Departamental, Jefe Político y de Policía del Departamento de Tacuarembó, no llegó a decir más que tres palabras en francés para Berta. Mandó que se vistiera y la llevó en la misma calesa en que llegara, casi sin agradecer al amigo por el regalo y sin tiempo para preguntarle sobre la causa del surmenage en que lo encontrara.

Berta fue llevada con su maleta y sus modales para dentro de la propia casa de Carlos, como lavandera, planchadora y almidonera. Lavó, planchó, almidonó durante algunos días con una calidad y una precisión de poner envidia en la mujer de Carlos, que cuidaba tristemente de ocho criaturas, de dos a doce años de edad (las tres mayores no eran sus hijas: una era su hermana menor; las otras dos, hijas del primer matrimonio de su marido).

Hubo días de hacer esto, de hacer aquello... Días de aguantar la gruñonería de la doña de la casa, la gritería de los niños – y incluso la locura de una vieja que deambulaba descabellada por la casa, a decir obscenidades.
– No he venido acá para ser planchadora – habría de decir Berta para Carlos.

Berta fue llevada para el cabaré “La Rosada”, donde en dos semanas era la atracción mayor de la casa, mismo que apenas cantarolando a murmurios algunas intraducibles canciones en francés y aunque se hinchiera de ropas, de capas y de echarpes de plumas.

Hubo días de noches interminables y de sueños pasajeros; noches de suportar la grosería de los mineros mal-educados, la bazofia de los metidos a importantes y la impotencia de los viejos precisados.
– Voy a sacarte de esa vida y montar una casa sólo para ti – determinó Carlos cuando comenzó el cabaré a tener demasiados frecuentadores solamente interesados en Berta.

Berta fue instalada en una casa sobre la esquina de las actuales calles Treinta y Tres y 25 de Agosto, a media docena de manzanas de la casona donde vivía Carlos y muy cerca de la laguna aterrada que hoy es la Plaza Colón, en la dirección del arroyo Tacuarembó Chico. Allí estuvo reclusa mucho tiempo, impedida de salir a la calle, de quedarse a la puerta, de hacer ventana. Ni al menos podía ir al almacén Rocca y Roura, autorizado a proveerle las necesidades de alimentación, limpieza y menudencias, cuyos gastos mensuales Carlos cubría secretamente. Ella estaba prohibida de asomarse desnuda a las aberturas y de así atender a la puerta o de así salir al patio; estaba obligada a usar discretos vestidos negros, cuando mucho estampados de petit pois - que fueron encomendados desde Montevideo y que podrían ser novedades recién llegadas de Paris, pero parecían lejos de corresponder a su gusto y a su manera de ser.

Hubo días, semanas, meses, casi un año de aislamiento y de soledad. Primero, el tedio y el enfado de no tener qué hacer, al tiempo en que sólo esperaba Carlos; luego, el aburrimiento y la tristeza de inventar qué hacer en la esperanza de que él no viese; después, la melancolía y la desilusión de saber que -por la mañana o de tarde o a la noche- ya no vendría él; por fin, el embarazo y la humillación de espiar ansiosa por una hendidura de la puerta delantera y poner para dentro el primero gurí sucio y descalzo que apareciera...
Fueron tiempos de disgusto y de arrepentimiento, gastados entre el deseo de fuga, el miedo de ser descubierta y aquellas desesperadas tentativas de tener alguna alegría, alguna satisfacción con aquellos infelices asustados que traía hacia el cuarto con asco y que acariciaba y palpaba hasta que pudiera encostarse, rozarse en ellos a ver se le daban algún agrado o un mínimo placer.

Un yerno de Carlos era quien pagaba el almacén Rocca y Roura; era la única persona que estaba autorizada a llamar a la puerta de Berta -pampám! pam! pam! pampám!- de forma a ser identificada y recibida por ella.
– ¡Ola!
– Ola. ¿Me permite entrar, hoy?
– Como no.
– ¿Cómo pasa?
– Bien...
 – Pero ¡qué calor! ¡Me derrito de calor! ¿No está usted con calor, así vestida?
– Sí.
– Esté a gusto, como quiera y le convenga...

– ¡Ave María Purísima!
– Sin pecado concebida.
– Usted... usted... ¡usted!
– ¿Está sorprendido?... ¿Qué desea?
–¿Qué quiere que desee yo ahora?

El yerno de Carlos era discreto y eficiente: encontró una manera de alejar de la esquina los gurices que vagueaban por allí, mandó un guarda cuidar para que nadie se llegase, y pasó a aparecer seguido, cuando más era esperado y cuando menos se podría esperar que apareciera.

Un día, fue Carlos el que apareció: serio, fregando una mano en la otra, apretando el ojo izquierdo, y sin tiempo para al menos encostar en una silla el bastón o dejar sobre la mesa de la sala el sombrero de bombín. Apareció como el patron que hubiese dormido con Berta de víspera y llegase familiarmente para el almuerzo.
– Mira: quiero que mañana vuelvas al cabaré.
– ¡Ah! ¡Qué noticia!
– ¡Vea que no estoy de broma!
– ¿Y yo? ¿Estoy libre de la prisión o de nuevo condenada?
– ¡Cuidado, que no estoy bromeando!
– Est-ce que la cage à l’oiseaux...
– ¡Calláte la boca!
– ... c’est ouverte?...
– ¡Ya te he dicho! ¡Calláte esa boca ahora mismo!
– ¿Quiere decir usted que voy dejar de ser una puta presa para ser una puta suelta? ¿Verdad?

Berta fue encaminada de regreso al cabaré, donde supo, primero – que allí el movimiento ya no era lo mismo, que las pérdidas de la Compañía Francesa iban bien más que las ganancias, y que Victor d’Olivier ya había quedado afuera, dejando con otros el comando de la bancarrota; segundo – que la mujer de Carlos había parido un sexto hijo y que la hermanita menor de ella apareciera preñada y que el causador de la preñez pudiera ser el mismo Carlos; tercero – que el General Máximo Santos, Presidente de la República, venía a San Fructuoso especialmente para visitar Carlos y bautizarle el hijo recién-nacido, que el general prometía brevemente otorgar a Carlos el puesto de Coronel del Ejército Nacional y que a la noche siguiente participaría de una imponente fiesta a puertas cerradas, en “La Rosada”.

Berta tuvo tiempo de revisar los baúles y buscar y escoger y probar y arreglar y planchar sus más atrevidos vestidos guardados en el cabaré. Y aún ganó uno, a propósito –todo rojo–guarnecido con finos encajes negros y que, dispuesto sobre susurrantes enaguas de volantes, dejaba verlas muy blancas y rizadas, bajo una nesga lateral que se abría en abanico del muslo al tobillo. Berta había terminado de experimentar el vestido rojo cuando fue advertida que en el otro día era para tener modos y portarse bien, porque fuera escogida para tomar cuenta del General Santos, que –habían dicho– solía ser hombre baldoso y exigente, capaz de solicitudes y rechazos de no creerse ni esperarse.

Era preciso atender al General.
El General figuraba un extraño hombre –todavía muy joven– con una larga barba negra que le caía sobre el pecho desde el mentón como una estrecha tira, ocultándole con el bigote la boca. Tenía las patillas aparadas, la testa alta, el ceño cerrado, lisa y blanca la piel; ostentaba un aire muy serio y alardeaba la postura de quien todo podía e no pedía nada.

Cuando la orquestra comenzó a tocar, se alborotaron los presentes en el salón iluminado. Se levantaron todos y vieron la comitiva presidencial llegando, en compañía del dueño del cabaré además de otras figuras gradas del Departamento y del partido gubernamental. Hubo aplausos, vivas, y un brindis bien humorado, dispensando discursos y convocando todos a la libación y al disfrute de una larga noche de mucha alegría y gozo –como mejor manera de recibir al Presidente y de conmemorar la honrosa estada del ilustre visitante en San Fructuoso.

Era preciso atender al General.
Berta, después de mucho champagne, mucha gritería y mucha cantoría, lo llevó para un cuarto especialmente preparado y perfumado –intentó quitarle la farda militar de gala, con alamares y condecoraciones; pero él no quiso: se quedó sentado en la borda de la cama, con la faja presidencial caída a sus pies. Berta tomó la iniciativa de desnudarse –ya había largado en el suelo el vestido rojo; pero él la hizo parar: resolvió espiarla por debajo de las enaguas blancas de volantes, con aire muy serio y sorprendentemente curioso. Berta no tuvo dificultad en levantar entonces las enaguas rizadas –mientras exhibía y meneaba sonriendo el cuerpo, hasta la cintura; pero él no se mostró interesado en ella ni en sus movimientos: eructó una, dos veces; y pedorreó estruendosamente antes de caer de bruces y vomitar en la alfombra colocada a gran prisa para engalanar el piso.

Berta no sabía ni jamás supo quien era mismo y que hiciera o dejara de hacer aquel General que llevaba una vida faustosa, que tenía juntado una fortuna de casi un millón de pesos de origen obscuro y que, Presidente de la República, no consiguiera, al menos, acostarse con ella. Berta se alivió de las enaguas susurrantes, del apretado corsé, de los calcetines de fiesta, de los zapatos de cetim, de los adornos del cabello –y se sintió pela primera vez desnuda como nunca: triste, abandonada, solita en la cama con aquel hombre tan poderoso y importante, incapaz de admirarla y de aceitarla; tuvo ganas de abrir la puerta y mandar entrar los gurices de la esquina de su casa, de ofrecerse a la tentación del yerno de Carlos, de someterse a los caprichos secretos de monsieur Gaye, de entregarse de nuevo a la falta de ardor de Victor d’Olivier; y de cederse de vez a cada uno de los mineros estúpidos, de los tipos fanfarrones, de los viejos impotentes que encontrara en “La Rosada”, mandando à la merde cada uno de ellos y todos ellos, muy particularmente le charmant Charles, para que se fuera él con su bastón y su sombrero de bombín y su ojo torcido y su fama de mujeriego ¡a la gran puta que lo pario!

Berta habría de recibir un sobre con cien pesos –que le gustaría echar en la cara del General o del Comisario o de quien le hubiera mandado el dinero; pero luego habría de entender que así estaba más que bien pagada por no haber hecho nada: y recogería su vestido rojo y aceptaría mandarse mudar para una propiedad de veraneo del patron, lejos de la villa, allá sobre el arroyo Polanco; adonde quedaría no se sabe cómo, sin saber de nada y sin que se pudiera saber qué le pasaba.

Así, la francesita que, llamándose Marie Berthe Gardès, habría llegado un día a San Fructuoso –cuando recién se instalaba cerca de aquí la Compagnie Française d’Or de l’Uruguay– y cuya trayectoria el lector, por querer, llegó a acompañar hasta este momento, de repente y misteriosamente ya no estaría a nuestro alcance; y desaparecería: primero, abandonada allá mismo en la casa de veraneo del patron; después, mandada marcharse para nunca más, para adonde no fuera al menos un recuerdo y donde pudiera ser apenas un olvido, con plata suficiente para envejecer con afectada dignidad, engordar con aparente resignación y vestirse incluso con discretos vestidos negros, quizás apuntillados de petit-pois.

Es bien verdad que en San Fructuoso –sin que se supiera por qué– Berta ya no podría permanecer: no sería acepta adonde fuera, condenada que estaba a no ser tolerada en las calles y a no ser admitida donde pretendiera entrar. Habrían de seguirla, de perseguirla, de insultarla y, quien sabe, de apedrearla como la última de las perdidas, la última y única mujer pecadora –que allí siempre había sido no apenas indecorosa e indecente, sino obscena y inmoral.

Es importante recordar, para no olvidar, que ella todavía estaba con poco más de veinte años y que aún revelaría aquella misma altivez y alguna arrogancia con que imaginamos conocerla y que hacían de sus acciones algo casi despropositado, casi disparatado, que incomodaba, que molestaba, que incluso llegaba a ser entendido como inconveniente y inadecuado –principalmente por las mujeres– porque sus movimientos eran inusitados y novedosos; sus gestos, excitantes y perturbadores; su voz, misteriosa y enigmática; y su mirada azul violáceo se hacía coruscante e incendiosa.

Sola en el mundo en San Gregorio, distante, aislada y olvidada a orillas del arroyo Polanco, Berta estuvo apartada de todo que se pasaba en esta historia y de todo que ocurría por aquí. Apenas cuando la necesitaron pudo saber de la quiebra definitiva de la Compañía Francesa, del mtrimonio de Victor d’Olivier con Marie Louise Gaye, y que la hermanita menor de la mujer de Carlos –preñada por el mismo Carlos– había sido llevada para la estancia del patron y allí, en cachette, habría parido un hijo varón.

Fueron dos, tres años de una continuada ausencia de Berta, capaz de dejarnos sin asunto y de casi comprometer el andamiento de este cuento, por falta de su presencia insinuante, de su intemperancia y de su descomedimiento.

En fin, aquí estamos tratando de Berta. Y poco nos adelantaría saber lo que no sabemos si ella llegó a saber: que en aquel tiempo Carlos finalmente sería ungido con el grado de Coronel del Ejército por el General Máximo Santos; que toda la villa de San Fructuoso continuaría llevando su vida y la de su gente bajo ordenes del Coronel; que el Coronel ganaría primero fama y después censura por hostilizar, acosar, prender y, si preciso, matar cuanto enemigo político se le llegase a desafiar el mando. También no sabemos si Berta llegó a saber, como se supo, que en casa ya no adelantaría a Carlos ser Coronel del Ejército Nacional: su suegra enloquecida lo acusaría día y noche de haber hecho en ella misma la hija en quien recién hiciera él un hijo; su desgraciado suegro moriría de vergüenza y de disgusto; y su religiosa mujer se mataría por no tener más en quien confiar.

Tal vez no se precisase contar eso porque, en la ausencia de Berta nos perdemos de Berta; y, si nos encontramos con ella en la villa en que la descubrimos y en las personas con quien ella habrá convivido, aún así, sin saber si ella supo de todo eso, tenemos antes que reencontrarla y redescubrirla, para retornar y llegar con ella a los límites del posible que sólo aquí alcanzamos.

No sé si habrá sido fácil para el lector acompañar Berta en este cuento, viéndola descubrirse y pretendiendo no perderla de vista para divisarla mejor, observarla, escucharla y entenderla sin enredarse en la lectura del texto y en el misterio de su fascinación. Más difícil será ahora, llegar casi al final del cuento –que no es el final de su historia– y saber que Berta habría recibido tres mil pesos y garantía de ayuda permanente para desaparecer de vez, para sumirse de acá y llevar con ella el hijo que Carlos había hecho en la cuñada de trece años –la que era también su hija, hija de él y de la belle-mère, la loca que andaba por la casona diciendo barbaridades.

El hijo prohibido de Carlos tendría como dos para tres años –nacido tal vez en diciembre de 1884– y estaría llorando abrazado en la pierna de la mujer que se encargara de criarlo, en la estancia donde había nacido. Al costado de la mujer había una maleta con las ropas de la criatura, que tenía el rostro redondo y que debería llamarse Jorge.

Berta ya no era más Berta cuando mandó poner la maleta en el phaéton que la había traído hacia la estancia; era otra Berta cuando tomó con fuerza el niño en los brazos; y no habrá sido la nuestra Berta cuando se marchó de carro con él, sin despedirse y sin volverse hacia atrás. Era una otra mujer, la misma mujer que dio al gurí el nombre de Carlos; y que siempre y siempre se pasó por su verdadera madre.
Aldyr García Schlee, E.M., Encuentro de Escrituras. Maldonado, Uruguay,2009.



ALDYR GARCIA SCHLEE (1934). Es un escritor brasileño bilingüe, nacido en Jaguarão, en las cercanías del río Yaguarón, en la zona fronteriza de Brasil con Uruguay. Actualmente reside en el municipio de Capão do Leão en el estado de Río Grande del Sur.Publica sus obras tanto en portugués como en español. La editorial uruguaya Ediciones de la Banda oriental le publicó: EL DÍA EN QUE EL PAPA FUE A MELO (1990) y CUENTOS DE FÚTBOL (1995).
Fue distinguido con el primer premio en la I Bienal de Literatura Brasileira (1982, CONTOS DE SEMPRE) y en la II Bienal de Literatura Brasileira (1984, UMA TERRA SÓ). LINHA DIVISÓRIA fue finalista del Premio Casa de las Américas, en Cuba.
Se desempeño como dibujante profesional en distintas editoriales gráficas y ganó el concurso nacional de diseño de la camiseta de la selección brasileña de fútbol (1953). Ejerció el periodismo (Premio Esso de Reportaje, 1963) y la docencia en las universidades Católica y Federal de Pelotas, en esta última se desempeñó como vicerector entre 1989 y 1992.


Berta, pertenece al libro LOS LÍMITES DEL IMPOSIBLE, aún inédito en castellano pero con gran éxito de crítica y librería, desde su publicación en Brasil (2009). Berta junto a otros once cuentos gardelianos, completa la tenebrosa historia del nacimiento de Carlos Gardel en Tacuarembó, Uruguay.